Tu experiencia sin visibilidad no sirve de nada

Lo descubrí cuando creía tener el control de mi carrera

Nací en 1974, en una casa donde el trabajo no era un discurso, era un ejemplo. Mis padres no hablaban de esfuerzo, lo practicaban. Aprendí pronto que lo que vale, cuesta. Que las cosas se consiguen a base de responsabilidad y constancia. Que hay que tener paciencia para rebobinar casetes con un boli Bic.

Pertenezco a la generación que estudió la EGB, donde nos enseñaron que el esfuerzo traía resultados. Que un buen expediente abría puertas, y una carrera brillante traía reconocimiento. Que ese reconocimiento te daría más oportunidades, y que las oportunidades te llevarían al ascenso, al salario, a la estabilidad y a la calidad de vida. Nos educaron en la cultura de la meritocracia: si te esfuerzas, progresas; y si progresas, consigues lo que buscas.

Nos enseñaron que el sacrificio tenía recompensa.

Desde que terminé mi carrera, seguí esa promesa. Durante casi dos décadas trabajé duro y me formé en marketing y ventas dentro de grandes multinacionales, dando todo lo que tenía. Formé parte de esos gigantes corporativos que funcionan como transatlánticos: enormes, con miles de personas moviéndose como piezas de un mismo engranaje. Yo también fui directivo. Tuve equipo. Tomé decisiones. Y viví convencido de que, si me esforzaba y lo hacía bien, tarde o temprano llegaría al puente de mando.

Hasta que descubrí que no siempre es así.

Cuando creía tener el control

Diciembre de 2012 quedó grabado en mi memoria.
Recuerdo como si fuera ayer la cena con mi mujer embarazada de nuestro primer hijo, recién mudados y con la casa tan llena de cajas sin desembalar, como mi mente de preocupaciones. Recuerdo el eco de mis palabras en nuestro nuevo hogar, —lleno de ilusiones, pero vacío de muebles— cuando le contaba que esa mañana me habían comunicado que me quitaban el equipo que lideraba. Me relegaban a un proyecto menor e irrelevante para el negocio. El motivo no eran mis resultados. El motivo era otro: una compañera del departamento, con una ‘excelente relación directa’ con el director general, debía tener “su oportunidad”.

Mi jefe, en lugar de defender lo más ético, eligió sobrevivir. Aceptó sacrificarme. Prefirió callar y salvar su propia posición antes que hacer lo correcto.

Ese día dejé de creer en la meritocracia.

Descubrí que, en la empresa, no ascienden siempre los que se esfuerzan. A veces ascienden los que se arriman bien. Y que los jefes mediocres toman decisiones para protegerse, aunque hundan a otros.

Aun así, me quedé.

La disciplina que me inculcaron, el orgullo de demostrar que estaban equivocados y la responsabilidad por mi familia me empujaban a seguir. Me decía a mí mismo que, si me esforzaba más, si alcanzaba mejores resultados, volvería a ascender. Estaba tan necesitado de ese reconocimiento que incluso buscaba dar charlas y conferencias, con la esperanza de ser más visible para mis jefes.

Durante cuatro años me mantuve en ese espejismo.
Hasta 2016, cuando, a punto de nacer mi segundo hijo y con un enorme cargo de conciencia por haber dedicado tanto tiempo a la empresa en vez de a lo realmente importante, mi nuevo superior —alguien que solo me conocía por lo que otros le habían contado de mí— dejó claro que no contaban conmigo. Se despejaron todas mis dudas.

En ese momento entendí que ese mundo no era para mí. Había pasado demasiados años en organizaciones que pedían más sacrificio del que justificaba su salario y menos ética de la que estaba dispuesto a aceptar. Decidí que no volvería a trabajar en ninguna empresa que no respetara mis valores. Y dejé de creer que existiera una así.

Por eso decidí empezar a crearla yo mismo.

Salí sin rumbo claro, sin plan definido. Pero con una certeza: nunca más volvería a trabajar bajo sus reglas.

EL SALTO SILENCIOSO

Pasé de los despachos y las reuniones a una mesa vacía y un calendario en blanco. No hubo ruido, ni despedidas. Solo silencio. Un silencio denso, de esos que te obligan a escucharte.

Al emprender creí sentirme libre, pero esa libertad sin rumbo agobia. Tuve que aprender a andar otra vez: tropezar, dudar, levantarme, volver a intentarlo. Las primeras cicatrices me recordaron que aún no había vivido lo suficiente.

Me sentía torpe, desubicado, inseguro; había pasado de tener equipos y estructura a depender solo de mi voluntad. Pero, incluso en medio del miedo y la duda, había algo más fuerte que todo eso: la necesidad de construir algo mío, coherente con mis valores.

Con el tiempo entendí que no puedes construirte a ti mismo si solo escuchas a quienes te quieren. Familia y amigos te hablan desde el cariño, pero también desde su miedo. Quieren protegerte, pero proteger no siempre es ayudar.

Tuve, sin embargo, una excepción: un amigo del alma que, más que protegerme, me retó. No fue un confidente, fue un espejo. Su amistad no le impidió ser honesto. Me habló con franqueza, con la crudeza de quien ya ha pasado por lo mismo. Y en ese contraste encontré claridad.

Ese amigo fue mi primer mentor. Me dio estructura cuando solo tenía ideas sueltas, visión cuando no veía el camino, contactos y método para empezar con orden. Pero, sobre todo, me enseñó algo que marcó mi rumbo: antes de construir un negocio, hay que reconstruirse.

Esa experiencia cambió mi manera de crecer. Por eso seguí formándome, buscando mentores y referentes. Quería aprender más, descubrir lo que no sabía. Esa curiosidad sigue siendo mi brújula.

Con los años cometí errores. Creí que sería fácil, confié demasiado, me asocié mal, me acomodé, invertí sin analizar. Perdí dinero, gané cicatrices. Pero, sobre todo, aprendí a tener criterio.

Criterio para avanzar o parar, para decir que no, para distinguir lo urgente de lo importante. Aprendí a dejarme guiar por quienes saben más, a mantener la disciplina incluso sin motivación, a crecer por dentro para sostener lo que construyo fuera. A despedir clientes que no merecen mi tiempo y a delegar lo que no forma parte de mi esencia.

Descubrí que emprender no es únicamente ganar dinero, es ganar criterio.
Y que el silencio —ese que solo aparece cuando buceas o te enfrentas a ti mismo— es la fuente de toda claridad.

del conocimiento al método

Con el tiempo, comprendí que el conocimiento por sí solo no basta.
Hay que saber darle forma, hacerlo entendible, útil, aplicable. Aprendí a convertir mi experiencia en método, a transformar el aprendizaje en una oferta clara y tangible.
A paquetizar lo que sé, sin perder autenticidad.

Lo descubrí trabajando con directivos y empresarios que buscaban lo mismo que yo había buscado años atrás: claridad, foco y una nueva manera de ser visibles en un mercado que ya no premia la experiencia, sino la capacidad de comunicarla. Personas que han hecho mucho, pero que el mercado ha dejado de ver. No por falta de talento, sino por falta de relato.

De esa experiencia nació mi propia metodología. Un modo de pensar y de actuar que hoy aplico en mis mentorías y en mi trabajo como director de marketing a medida en AGLV, mi consultora.
Allí he aprendido que cada proyecto requiere una estrategia única, adaptada a la historia, al momento y a la ambición de cada persona o empresa.

AGLV es la síntesis de todo lo aprendido: una estructura flexible con profesionales senior que han vivido la empresa desde dentro y entienden que el marketing no es decoración, sino dirección. Mi misión con AGLV es acompañar a compañías y profesionales a diseñar estrategias reales, con sentido común, con humanidad y con rentabilidad.

Visibilidad como propósito

Vivimos en un mercado donde la atención se ha convertido en una moneda. Si no sabes proyectarte, desapareces. También para tus jefes.

La inteligencia artificial aún no te sustituye, pero si te silencia. Y la única forma de seguir siendo relevante es diferenciarte por lo que ninguna máquina tiene: criterio, carácter y humanidad.

Me apasiona compartir mi experiencia, mis errores y lo aprendido estos años. No por vanidad, por responsabilidad. Abrir los ojos a quienes aún creen que su trayectoria hablará por sí sola es, para mí, una obligación. Porque sé, por experiencia, que no lo hará.

Por eso doy conferencias.

Para que cada persona que me escucha entienda que no basta con ser bueno, hay que ser visible. Y no solo frente a otros profesionales, sino también frente a la tecnología que ya decide a quién se ve y a quién no.

Mi mensaje es simple: no compitas contra la inteligencia artificial, compite por ser humano.
Por pensar con profundidad. Por comunicar desde la verdad. Por construir una reputación coherente que trascienda modas y algoritmos.

Trabajo con pocas personas a la vez porque la transformación exige tiempo, atención y confianza. No busco volumen, busco impacto. Cada mentoría, cada dirección de marketing, cada conferencia es un proceso serio, humano y exigente. No quiero que mis clientes brillen en las redes; quiero que su luz tenga sentido.

Porque cuando construyes tu visibilidad desde la verdad, no solo generas oportunidades.
Recuperas algo mucho más profundo: el control de tu historia.

Así cumplo con mi propósito

Mi misión es que tu trayectoria deje de ser invisible, prosperes en la era de la IA y seas la opción evidente para contratarte.

Tres formas de lograrlo

MENTORÍAS

Relanza tu Carrera

Convierte tu trayectoria en un activo que el mercado reconoce y valora. Que tu nombre pese más que cualquier currículum.

CONFERENCIAS

PROSPERA EN LA ERA DE LA IA

La IA ya no espera. Hablo de empleabilidad, reinvención, cambio de mentalidad y visibilidad para no quedarse fuera.

ASESORÍAS

DECISIONES RENTABLES

En una hora tomas las decisiones que otros retrasan meses. Protege lo más valioso: tu reputación, tu tiempo y tus oportunidades.

Soy Iñaki Alcaraz

tu aliado en marketing y visibilidad rentable

Madrid es mi hogar. Aquí crecí, formé una familia y aprendí que el verdadero éxito no es el que se exhibe, sino el que se comparte. Mi mujer y mis hijos son mi puerto y mi motor. Me enseñan, cada día, a mantener los pies en la tierra y la mirada en lo importante.

Encuentro inspiración en las historias donde el poder, la estrategia y la naturaleza humana se entrelazan: las novelas de Tom Clancy o Ken Follett, series como House of Cards o Succession. Porque detrás de toda trama de poder siempre hay algo que me fascina: la capacidad de decisión.

Recargo energía en la naturaleza, en el silencio del mar, en la montaña o en un buen partido de golf con amigos de los que aprendo tanto como disfruto.
Practico esquí, surf y buceo porque me recuerdan que la vida, como el agua, exige equilibrio, atención y respeto.

Y vivo con la certeza de que la excelencia no se alcanza, se cultiva.
Como dijo Aristóteles, «La excelencia no es un acto, es un hábito».
Y en ese hábito está, cada día, la clave de mi propósito.

Iñaki Alcaraz
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